Oraciones (25/05/2003)
Enrique Lázaro
La ciclista
Estaba
yo tan tranquilo leyendo el
periódico,
una soleada mañana de sábado, cuando una ciclista con rizos me hizo señas
desde la
barandilla
de la terraza, y cuando me acerqué para ver qué pasaba, ni corta ni
perezosa me pidió un vaso
de
agua
.
Por
pura casualidad, esa mañana me había levantado temprano, y lo que es más
absurdo, había hecho la colada, limpiado toda la vajilla atrasada y
fregado el piso con un friégasuelos
que olía a limón. De otro modo, quizá no me hubiera atrevido a ser
caritativo con la visita. Pero como mi
casa
estaba limpia y resplandeciente y olía de maravilla, pensé, bueno, hoy
te has portado bien y Dios te premia mandándote a una ciclista. Atiéndela
como es debido. Y eso hice. La ayudé a meter la
bicicleta
en el patio, la hice pasar, y me interesé por sus necesidades. ¿Coca-Cola?
¿Cerveza
?
¿Whisky? ¿Una ración de gambas a la plancha?
La
ciclista con rizos, que parecía tranquilita y desinhibida,
sólo quería
agua.
Así que la llevé a la
cocina,
para que viese
lo limpia que estaba, y le serví un vaso de
agua
fresca. Se marchó a
bebérselo
a la terraza, a sorbitos pequeños como sí fuese un
café
con
leche
caliente, y yo, muy emocionado
por ser la primera vez en mi vida que hacía algo altruista por una mujer,
la seguí igual que un mayordomo
inglés,
por si quería algo. No quería nada más, lo que me confirmó en
el presentimiento de que quizá fuese una de esas mujeres peligrosísimas
que nunca te piden nada. No se sentó; no se demoró. Bebió toda el
agua
despacito, dijo algunas frases cargadas de buena
educación,
dio las gracias, y ya está. Fue muy agradable, pero raro.
¿Habría
venido la ciclista de no haber limpiado yo la
casa
esa mañana? No creo. A lo mejor he llegado a ese sitio raro en el que uno
se convierte en buena samaritana para las mujeres y nada más.
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